“LA HUMILDAD Y EL SERVICIO A LOS DEMÁS”
La
humildad se alcanza cuando nos olvidamos de nosotros y tenemos presentes a los
demás.
La
humildad ilumina el camino hacia la bondad, para llegar a la santidad.
¡La
humildad es difícil! A mí me cuesta mucho: siempre lucho por ser consecuente y,
las veces que lo consigo, procuro ser más humilde y agradecido.
Hay
que rechazar la soberbia y la vanagloria, porque son faltas de humildad.
Sin
humildad no se puede ayudar.
La
ayuda, el servicio a los demás se incrementa, es más eficaz, cuando se hace con
humildad. Hay más caridad y más sinceridad.
La
humildad trasciende la propia realidad, porque es la gran impulsora de las
obras grandes, necesarias para ayudar y para servir a los demás.
La
conciencia de nuestra poquedad es cimiento de la humildad.
Buscar
la propia excelencia, creyéndose el no va más, es andar sin humildad, coger el
camino que conduce a la maldad.
La
falta de humildad repercute en los demás.
Los
dogmatismos, la ironía, el subterfugio, aprovecharse del anonimato, el egoísmo,
la cobardía… son grandes cooperadores de la falta de humildad: arrollan el bien
y siembran el mal.
La
humildad exige dignidad.
La
dignidad es ayudar a los demás sin pedir nada a cambio: rezar por los demás,
teniendo humildad.
La
humildad es estar siempre dispuesto a ayudar, estar al servicio de los demás.
La
humildad se aprende de niño, se practica de mayor y crece y progresa si tenemos
amor a los demás.
“Lo
primero sea yo su servidor”.
La
humildad abre caminos a la caridad y, si las vivimos con intensidad, vamos
camino de la santidad.
La
honestidad, la alegría y el servicio a los demás están fundamentados en la
humildad.
Benditos
y alabados sean los humildes, que sirven a los demás. De ellos nace el amor que
se reparte con honestidad.
El
amor en libertad con honestidad y humildad nos engrandece y nos dirige hacia la
santidad.
La
humildad y el servicio a los demás deben ser la meta para alcanzar la
felicidad, el respeto, el amor y la auténtica libertad.
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