“SALIR
A LA CALLE PARA RECLAMAR UN DERECHO"
Tener que salir a la
calle para reclamar un derecho es una aberración porque pone de manifiesto que
la autoridad competente no hizo o no dio lo que debía. Eso es lo que obliga al
ciudadano a protestar por sus derechos. Y los derechos, especialmente los
derechos humanos, no los concede el poderoso.
En una democracia la
autoridad la tiene el pueblo y la delega en quien ha sido elegido en una
votación libre, honesta, respetada y aceptadas por todos, para que cada uno, en
su puesto, actúe con honestidad, solidaridad y con plena libertad.
La falta de cualquiera
de los condicionantes mencionados deslegitima y anula la autoridad, siempre que
haya un pueblo honesto y participativo que le quita la autoridad.
“¡La autoridad se
legitima cuando hay honestidad en quien la delega y en quien la recibe!”
Si no hay una honesta
participación en la unión de un pueblo democrático, la consecuencia es que los
investidos en autoridad se vuelven dictadores porque, al no tener de quien
recibir órdenes, en este caso del pueblo, se quedan solos, y, se quiera o no,
actuarán como dictadores, que serán buenos, malos o regulares de acuerdo con su
grado de honestidad.
Para exigir hay que
tener autoridad.
“¡La autoridad de un
político es la responsabilidad de responder, luchar y actuar siempre para
defender los intereses del pueblo al que sirve!
La autoridad de un
pueblo deriva de su honesta y participativa unión. Esta se realiza y se ejerce
ordenando a la autoridad, elegida democráticamente, que resuelva los problemas
de todos.
“¡¡¡El pueblo honesto,
participativo y unido jamás será vencido y menos sometido!!!”
El pueblo pasota,
despreocupado, ahí me las den todas, y desunido por su falta de participación,
delega su inoperancia y mal comportamiento en la autoridad que ha elegido. “¡A
quejarse al desierto donde no hay eco!”
El mal, con su poder,
sabiduría y maldad, está como un león rugiente que busca a quien devorar.
Los pueblos pasotas y,
como consecuencia, desunidos son carne apetecida y muy querida por el mal, que
se aprovecha de la inoperancia, el pasotismo y la desunión para buscar adeptos.
La culpa de un
político deshonesto y corrupto la tiene el pueblo, cuando permite que siga en
su cargo quien debería ser acusado, relevado e inmediatamente juzgado
Por supuesto, la
connivencia de una autoridad deshonesta y corrupta con el resto de sus
compañeros hace a estos cómplices de su deshonestidad y corrupción.
La permanencia en el
poder de una autoridad corrupta y deshonesta es culpa del pueblo que no se lo
ha quitado. El pueblo que no sabe o no quiere pedir cuentas.
El bien como el mal
son comunicativos y permeables.
“¡Permitir que el mal
se enseñoree en una sociedad es culpa de esa sociedad!”
Por el contrario,
favorecer y premiar el bien, por su permeabilidad, hace que se transmita a la
sociedad, con lo que se genera la espiral del bien, que cada vez crece, se
reparte mejor, en más cantidad y a gran celeridad.
La culpa, como todo
mal, nunca es singular. La culpa la genera un hecho malo que cuando comparte,
hace que sean, al menos, dos los causantes.
El bien puede ser
singular si se reparte de tú a tú. El bien no se crea por generación
espontánea, sino como consecuencia del bien personal y de los demás.
La autoridad la tiene
el pueblo si es honesto, participativo y está unido, de lo contrario la
autoridad la tendrán los representantes de ese pueblo falto de valores, de la
educación, de la libertad y del amor a los demás.
La libertad se
consigue y se tiene cuando hay honestidad, participación y unión. Sin ellas, la
corrupción se adueña de la sociedad.
Sin libertad, sin
unión y sin la honesta participación surgen los gritos, las amenazas y las
luchas callejeras en busca de una solución.
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