martes, 18 de diciembre de 2012

¿QUÉ NOS ESPERA?



 ¿QUÉ NOS ESPERA?

Comienza el Adviento, tiempo de la espera y de esperanza: hablemos de ello.
Nos espera la Casa del Padre, nuestra morada definitiva y eterna.
El Apocalipsis nos enseña la realidad de la vida eterna, donde conseguiremos ese anhelo de todos los humanos: la visión de Padre Dios y la felicidad sin término, sin fin.
La muerte es el paso previo para reunirnos con Padre Dios.
Ya en otra página del Blog hablamos de la filiación divina, y, en la medida que crecemos en ella, perdemos el miedo a la muerte, porque sentimos el anhelo de encontrarnos con la Santísima Trinidad, que nos está esperando.
Esta vida es sólo el camino, que tenemos que recorrer para hacer méritos; por eso tenemos que aprovecharla con nuestra participación honesta: con  nuestro trabajo, con nuestro cariño y la práctica en el trato con los demás de nuestros valores, especialmente los religiosos.
Hay quien no tiene en su corazón esta “nostalgia del Cielo”; porque se encuentra satisfecho con su vida, y se siente como si estuviese en casa propia en esta tierra por siempre.
La razón se cree autosuficiente para entender de todo, prescindiendo de Dios,  se  considera orgullosa de la dignidad de la inteligencia, considerándose el centro del universo, sin darse cuenta de que el “seréis como dioses”, de Dios el día de la creación, no era para llenarse de amor por sí mismo, volviéndole la espalda a Dios.
Es  razonable sentir temor por el más allá. Nuestro cuerpo está unido al alma, y sólo tenemos experiencia de este mundo. Aquí está un aspecto de la fe: creer que existe Dios y el cielo. En mi caso: tengo la experiencia de la visita de la muerte en mi infarto, por lo que espero con ilusión su segunda visita. (Me habían dado la Santa Unción).
Con la muerte la vida se transforma, no se pierde. Para los que quedan aquí es “un hasta luego”.
Nuestro común hogar no es la tumba fría, será el cielo en la contemplación de Dios.
Nuestro corazón está hecho para ser libre, feliz y amar aquí, y luego gozar los bienes eternos y la compañía de los ya están allí.
El alma y sus potencias, y nuestro cuerpo después de la resurrección, quedarán como divinizados. No tanto como Dios pues hay con Él una infinita diferencia.
No nos olvidemos lo poco que valen las cosas de la tierra, apenas hemos comenzado a gozar de ellas y ya se apagan. En cambio Dios, el Gran Amor, nos espera en el cielo donde tenemos nuestro lugar reservado para toda la eternidad.
 Confío en la misericordia de Dios para ir al cielo, con su ayuda intentaría desde ahora para entrar, aunque sea a empujones, multiplicando las obras buenas.
Sin olvidar que esto supone mantener firme la virtud de la fidelidad.
Tratemos de no ser envueltos por las cosas terrenas y olvidar el cielo prometido.
Aquí estamos de paso, pero para el cielo, nuestra casa definitiva, muy cerca de Padre Dios, de su Santísima Madre, y la corte celestial.
Recordemos aquellas palabras de Jesucristo: Voy a prepararnos un lugar.
Esperemos “lo que tiene que suceder cuando Dios quiera”. Que será el mejor y el más propicio de los momentos, aprovechémoslo dándole gracias a Padre Dios, a nuestra familia, amigos y vecinos que nos ayudaron a vivir, compartir y ser felices, para luego serlo eternamente en el cielo.
Vita mutatur, non tollita, la vida se cambia, no nos la arrebatan.
Y gozaremos lo que nos espera, el premio que nos tienen prometido: el cielo en la contemplación de La Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por siempre jamás.

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