“¡EL TIBIO!”
Los humanos somos los reyes de la
creación, pero hay quien se queda en soldado raso, como los tibios.
El tibio ha perdido la lucha por la santidad.
El tibio se desalienta por haber
perdido el conocer y amar
a Dios. Es tremendamente culpable de sus circunstancias, y, por desgracia,
contribuye al mal de los demás por ser, junto con los pasotas e
individualistas, fundamento del poder perverso.
¡Líbrame Dios mío del tibio! No
enciende ni apaga nada. Y se lamenta de todo.
Normalmente, en el tibio, y en la práctica,
el valor de las cosas materiales adquiere un fin absoluto, aunque no suele ser
en teoría.
Sus bienes terrenales son relativos, y no suelen estar subordinados a la vida
eterna. Suele perder la esperanza, o no la concibe. No vibra ante los acontecimientos.
No llora ni se ríe.
Hay muy poco que narrar de los
tibios, pero sí de sus efectos. En él, todo se enfría con enorme rapidez, y a
la misma velocidad deja de tener valor. Es flojo, descuidado y suele ser poco
fervoroso, según nuestro entender, no así en América que flojo tiene otro
sentido.
El tibio disminuye la felicidad y la
participación, enriqueciendo el mal y reduciendo el bien. Nunca hace nada que
le obligue o le retenga. Vive solo y, normalmente, aburrido.
Es una lacra social que hay que sanar,
hay que hablarle y convencerle para enmendarlo y mejorarlo.
Pero siempre con el mayor cariño,
que es lo único que le puede hacer recapacitar.
Hemos de amar al prójimo como a
nosotros mismos, y al tibio porque somos hermanos.
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